El autor que no quería publicar

El autor que no quería publicar.


-¿Nunca consideró publicar sus razonamientos, profesor Lugano?

Lugano suspiró afectadamente.

-Yo, mi estimado interlocutor, soy amigo de lo efímero; es decir, de la gimnasia de la conversación. La letra impresa sirve para muchas cosas, entre ellas, propiciar el arrepentimiento del autor.

-Yo creo que a muchas personas les gustaría leer sus reflexiones.

-Al igual que a muchas personas les gusta comerse las uñas, o reventarse un grano putrescente en el coxis. Nunca fui un escritor, y nunca lo seré.

Un muchacho de aspecto taciturno, ubicado en las adyacencias de nuestra mesa, murmuró:

-¿Desde cuándo hace falta publicar para ser un escritor?

-Desde que entendemos que el lector es el personaje principal de toda obra.

-Yo llevo ya varios relatos que nadie ha leído, y que probablemente nadie leerá, y, sin embargo, me considero un escritor.

-Como cualquiera de nosotros, usted tiene el derecho de vivir en la ilusión que desee. Pero créame, el verdadero protagonista de una obra es el lector. No solo está en igualdad con el autor, sino que sin él toda obra carece de alma.

-Como un cuadro que nadie ha visto salvo el pintor. -aventuró alguien, sin mucha convicción.

Lugano admitió el comentario con un gesto de profunda decepción.

-Acepto esa postura -dijo el muchacho-, pero me rehúso a colocar al lector en esa posición de igualdad. Una obra puede ser meritoria, aún cuando nadie la haya leído.

-¿Usted dice haber escrito varios relatos?

-Por lo menos veinte. Perfectamente terminados.

-Lamento mucho convertirme en un intruso de universo personal -se excusó Lugano- pero esas veinte obras, por más meritorias que sean, pueden ser muchas cosas pero nunca obras terminadas. ¿Me permitiría leerlas?

-No.

-¿Permitiría que un desconocido las lea?

-Jamás.

-Entonces, mi querido amigo, debe prepararse para admitir que usted es un autor de relatos inconclusos.

-¿De qué habla? Ya le he dicho que todos mis relatos han sido terminados.

-Ciertamente usted ha terminado su parte, pero se niega a que su obra esté completa. Eso solo puede alcanzarse cuando alguien más deposite su interés, cuando un lector, lúcido o no, vuelque su propia imaginación sobre el escenario que usted apenas ha insinuado. Toda obra inédita es una obra incompleta.

El muchacho se retiró. Por lo que sabemos, jamás intentó publicar sus relatos. Finalmente terminó dedicándose a la filatelia; según algunos, y a la frenología, según otros, acaso con malicia.

La conversación se diluyó en reflexiones existencialistas que la prudencia exige omitir. Como siempre, al salir del bar hicimos un voto solemne de olvidar todo cuánto había dicho el profesor; o, en su defecto, distorsionarlo hasta volverlo irreconocible.

El lector sagaz sabrá entender la contradicción, y sobre todo mi necesidad de justificar esos veinte relatos mediocres que vociferan reproches secretos en un cajón que no me atrevo a abrir.

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